¿Cómo cayó Europa en la guerra más sangrienta en solo cinco semanas?

En apenas cinco semanas, Europa pasó de la calma diplomática a una guerra total: esta es la historia del efecto dominó que transformó un atentado local en uno de los conflictos más sangrientos del siglo XX.
El archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa, Sofía, salen del Ayuntamiento de Sarajevo el 28 de junio de 1914, minutos antes de ser asesinados El archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa, Sofía, salen del Ayuntamiento de Sarajevo el 28 de junio de 1914, minutos antes de ser asesinados
El archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa, Sofía, salen del Ayuntamiento de Sarajevo el 28 de junio de 1914, minutos antes de ser asesinados. Foto: Wikimedia

A veces, la historia acelera. Lo que había sido un continente en aparente equilibrio se precipitó, en apenas cinco semanas, en la guerra más destructiva que jamás había conocido. Europa, orgullosa de sus avances científicos, de sus redes ferroviarias, de sus alianzas estratégicas, cayó presa de una serie de decisiones, malentendidos y errores de cálculo que condujeron a la Primera Guerra Mundial.

Todo comenzó el 28 de junio de 1914. Ese día, en una calurosa mañana de domingo en Sarajevo, el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, fue asesinado junto a su esposa por un joven nacionalista serbio. Fue un acto de violencia política, pero no el primero ni el único en una región marcada por las tensiones étnicas y el nacionalismo. Lo que nadie imaginaba entonces es que ese disparo acabaría siendo el primero de una guerra que terminaría por arrasar imperios enteros.

Las semanas siguientes estuvieron marcadas por una sucesión de decisiones que, en retrospectiva, parecen inevitablemente encadenadas. Pero en realidad, cada paso pudo haber sido evitado. No fue un descenso ciego e irrefrenable a la guerra, sino una acumulación de actos deliberados, presionados por la lógica de las alianzas, la rivalidad entre potencias, la confianza en planes militares y el miedo a perder prestigio internacional.

El cálculo austrohúngaro y el juego de las alianzas

La monarquía austrohúngara, en decadencia pero decidida a mantener su autoridad sobre los Balcanes, vio en el atentado de Sarajevo una oportunidad para reprimir al nacionalismo serbio y reafirmar su posición como potencia. En lugar de actuar con rapidez, esperó casi un mes para preparar una respuesta contundente. El 23 de julio, presentó a Serbia un ultimátum con condiciones tan duras que resultaban imposibles de aceptar plenamente sin perder soberanía.

Serbia respondió con un tono conciliador, aceptando casi todos los puntos, pero dejando espacio para la mediación. Aun así, el Imperio austrohúngaro, convencido de contar con el apoyo incondicional de Alemania, declaró la guerra a Serbia el 28 de julio. A partir de ese momento, comenzó la reacción en cadena.

Rusia, aliada histórica de Serbia y deseosa de no volver a ceder terreno en los Balcanes, decidió movilizarse para protegerla. Alemania, a su vez, interpretó la movilización rusa como una amenaza directa y, fiel a su estrategia de guerra en dos frentes, activó su plan para atacar a Francia a través de Bélgica. Esto provocó la entrada de Gran Bretaña en la guerra, al violarse la neutralidad belga. El 4 de agosto, Europa estaba sumida en una guerra generalizada.

Un sistema en tensión: miedos, orgullo y automatismos

Lo sorprendente del verano de 1914 es que muchos de los líderes europeos no deseaban una guerra total. De hecho, varios estaban de vacaciones cuando estalló la crisis. Y sin embargo, la estructura política, militar y emocional del continente era tan rígida que, una vez en marcha, fue casi imposible detener la escalada.

El miedo jugó un papel fundamental. Alemania temía ser acorralada por la alianza franco-rusa. Rusia temía perder influencia en los Balcanes. Francia temía otra derrota como la de 1870. Austria-Hungría temía la disgregación de su imperio. Incluso Gran Bretaña, que intentó mediar hasta el último momento, temía quedar aislada frente a una Europa dominada por una sola potencia.

A todo ello se sumaron planes militares elaborados con precisión pero sin flexibilidad. Los ejércitos movilizados no podían detenerse fácilmente. Los trenes partían con horarios milimétricos. El movimiento de tropas era visto como una señal de fuerza, pero también como una trampa que obligaba al siguiente paso. En esa lógica, frenar era visto como debilidad. El honor nacional, el prestigio y la confianza en una victoria rápida acabaron por empujar a los gobiernos a cruzar el umbral.

El espejismo de una guerra corta

Uno de los elementos más trágicos de esta historia es que casi nadie esperaba una guerra larga. Los jefes de Estado y los altos mandos militares creían que el conflicto terminaría en unas pocas semanas. La mayoría de los europeos recibió la noticia de la guerra con una mezcla de incredulidad, entusiasmo patriótico y resignación. Nadie imaginaba que ese agosto de 1914 abriría las puertas a una carnicería que duraría más de cuatro años.

Los imperios se movilizaron. Las calles se llenaron de banderas. Los periódicos hablaron de justicia y de defensa nacional. Los soldados partieron al frente entre vítores. Muy pocos sospechaban que estaban entrando en una guerra de trincheras, de gas venenoso, de artillería masiva y de millones de muertos.

Un abismo evitable

Lo ocurrido entre el 28 de junio y el 4 de agosto de 1914 es una de las grandes lecciones de la historia contemporánea. No se trató de una tragedia inevitable ni de una tormenta perfecta sin escapatoria. Hubo momentos en los que pudo haberse frenado el curso de los acontecimientos. Pero la combinación de rivalidades imperiales, intereses estratégicos, sistemas de alianzas y decisiones humanas precipitadas condujo al desastre.

Europa no cayó en la guerra como un sonámbulo. Cayó con los ojos abiertos, pero sin medir las consecuencias. En apenas cinco semanas, pasó de la diplomacia al campo de batalla. Y el mundo nunca volvió a ser el mismo.