En el Londres del siglo XVII, bajo el humo de las chimeneas y el eco de los pregones, un funcionario meticuloso y curioso anotaba con febril regularidad lo que veía, lo que sentía… y lo que no debía contar. Samuel Pepys, nombre que hoy se asocia con el diarismo por excelencia, jamás imaginó convertirse en uno de los cronistas más leídos de su tiempo… más de un siglo después de muerto.
Cuando comenzó a escribir su diario en 1660, recién estrenado el reinado de Carlos II tras la turbulenta guerra civil, Pepys lo hizo con una intención clara: registrar los acontecimientos de su época, sí, pero también su vida cotidiana en una ciudad que oscilaba entre la tragedia y la fiesta, entre la peste y el teatro, entre la política y el deseo. Sin embargo, lo que hace único su testimonio no es solo la calidad de su prosa, sino el pudor que lo envolvía… y el juego de ocultamientos que él mismo diseñó para preservar —o manipular— su propia memoria.
Escribir en clave para sobrevivir
Lo que más llama la atención de Pepys no es tanto su afán por contar, sino la extraña mezcla entre confesión y control. Sabía que lo que escribía podía condenarlo. Por eso, adoptó una de las formas de protección más sofisticadas de su época: la taquigrafía. Usó un sistema de símbolos lo suficientemente accesible para un lector instruido, pero lo bastante complejo como para mantener a raya a cualquier curioso doméstico, incluida su esposa.
A medida que las entradas del diario se volvían más comprometedoras —especialmente las relacionadas con su vida sexual, sus coqueteos con el soborno y sus opiniones sobre personajes de la corte—, comenzó a mezclar idiomas: latín, francés, griego, español. Como si narrase en clave sus propios delitos, Pepys diseñó un laberinto que lo protegía de sus contemporáneos y quizás también del juicio de su propia conciencia. Un ejemplo notorio es cómo describía ciertos encuentros íntimos con eufemismos lingüísticos y gramaticales que combinaban lo culto con lo lascivo.
No escribía para ser leído. O tal vez sí, pero solo por un lector futuro, idealmente benévolo. En su testamento, dejó su diario como parte de una biblioteca cuidadosamente organizada en el Magdalene College de Cambridge. Allí, junto a manuales de taquigrafía y otros volúmenes, se preservaron las seis voluminosas libretas manuscritas que contenían, sin exagerar, una década entera de vida minuciosamente documentada.
Del olvido al escándalo editorial
El diario quedó guardado y, durante más de un siglo, prácticamente nadie lo leyó. Era demasiado técnico, demasiado extenso y demasiado críptico. No fue hasta comienzos del siglo XIX cuando, gracias al impulso de unos pocos estudiosos, alguien se animó a descifrar su contenido. El primero en lograrlo fue un joven estudiante que, tras años de trabajo silencioso, consiguió transcribirlo. Pero incluso entonces, el texto que se divulgó fue solo una sombra del original.
La primera edición, publicada en 1825, estaba limpiamente censurada. Los editores, escandalizados por las infidelidades, los vómitos, las descripciones de prostitutas, los celos conyugales y las corruptelas navales, eliminaron gran parte del contenido. Lo que el lector recibió fue un diario higienizado, apto para la sensibilidad moral victoriana, pero amputado de lo que lo hacía realmente valioso: su humanidad descarnada.
Solo se conservó un cuarto del texto original. Lo demás se clasificó como “trivial”, “impropio” o directamente “objectionable”. Esta autocensura editorial terminó jugando un papel paradójico: al eliminar lo más escandaloso, el diario se convirtió en un éxito… precisamente por las insinuaciones de lo que no se había publicado.
Con los años, la presión de lectores y académicos por conocer “la versión completa” fue en aumento. La curiosidad por lo oculto, por lo suprimido, convirtió al diario en un fenómeno cultural. Lo que al principio era una fuente histórica útil se transformó en un objeto de deseo colectivo, casi morboso. El misterio alrededor de Pepys, de sus amantes, de sus contradicciones, y sobre todo de sus silencios, hizo que su diario evolucionara de documento a mito.
Un espejo sin filtro del siglo XVII
La fascinación que despierta el diario de Pepys no se basa únicamente en los grandes acontecimientos que relata —la peste de 1665, el gran incendio de 1666, la coronación de Carlos II— sino en su capacidad para entrelazar la épica con lo cotidiano. En una misma página podía hablar de la caída de un ministro y de una comida con ostras; de una noche de música con su esposa y de un paseo furtivo por los burdeles de la ciudad.
Ese contraste es precisamente lo que ha hecho que su diario sea considerado hoy una de las fuentes más ricas para entender la vida cotidiana de la Inglaterra de la Restauración. Las clases sociales, las comidas, las enfermedades, el sexo, el teatro, los rituales religiosos, los hábitos de consumo, las relaciones laborales… todo está ahí, narrado por un testigo incómodo, un protagonista que no se ahorra ni la autocompasión ni la ironía. Pepys se muestra como un hombre brillante, vulgar, sensible, mezquino, divertido y, sobre todo, profundamente humano.
La historiografía moderna ha reconocido en su obra una mina de oro para el estudio de la historia social. Es gracias a él que conocemos detalles que los cronistas oficiales despreciaban: la vida de los sirvientes, los precios del vino, las supersticiones populares, los efectos del alcohol en la administración pública. Su diario, al final, no es solo la historia de un hombre, sino la de una sociedad entera, contada desde dentro.
La herencia incómoda
Hoy, el diario de Pepys se puede leer completo y sin censura, y su fama ha alcanzado una dimensión que probablemente él jamás habría anticipado. Pero esa celebridad no está exenta de problemas. La misma franqueza que fascina también incomoda. El Pepys que algunos celebran como un cronista chispeante es también un hombre que abusó de su posición para acosar a sirvientas, un esposo infiel, un funcionario corruptible.
Y sin embargo, esa ambigüedad es parte esencial de su legado. Pepys no fue un héroe ni un villano. Fue un ser humano que dejó constancia de su vida con brutal honestidad —y con una astucia digna de un espía. Su diario es, al fin y al cabo, una obra de teatro donde él mismo actúa, dirige y reescribe las escenas más comprometedoras.
Más de tres siglos después de su muerte, Samuel Pepys sigue hablando. Y aunque ya no escribe, su voz resuena como una advertencia sobre los peligros —y los placeres— de mirar demasiado de cerca la vida de otro… o la propia.