A medida que la gripe de 1918 avanzaba como un incendio sin control, el mundo asistía a una tragedia sanitaria de proporciones desconocidas. Con el frente europeo aún en guerra y los hospitales norteamericanos colapsando, la población estadounidense se vio obligada a cambiar sus hábitos cotidianos de un día para otro. Pero, curiosamente, uno de los objetos más controvertidos de aquella época no fue un medicamento experimental, sino un trozo de tela: la mascarilla.
El uso de mascarillas se promovió como medida urgente para frenar la propagación del virus. Al principio, eran piezas de gasa improvisadas, sujetas con cintas y recomendadas por médicos y voluntarios de la Cruz Roja. Pero pronto pasaron de ser un acto de prevención a convertirse en una imposición municipal, despertando una reacción social inesperada. Las calles se llenaron de debates, la prensa recogía testimonios enfrentados y en muchas ciudades, los ciudadanos empezaron a preguntarse si protegerse podía ser también una forma de ceder su libertad.
San Francisco, la ciudad de los rostros cubiertos
Entre todas las urbes afectadas, San Francisco destacó por su respuesta rápida y contundente. Las autoridades decretaron la obligatoriedad de las mascarillas en cuanto los contagios empezaron a multiplicarse. La medida, aplicada con rigor, convirtió a la ciudad en una especie de experimento sanitario. Policías patrullaban las esquinas para asegurar el cumplimiento de la norma, los jueces celebraban audiencias exprés para sancionar a los infractores, y hasta se habilitaron cárceles adicionales ante la avalancha de detenidos por “desobediencia sanitaria”.
Durante varias semanas, los transeúntes se desplazaban por las avenidas con mascarillas blancas, en escenas que hoy parecerían familiares. En restaurantes, los clientes levantaban sus mascarillas para masticar. En los tranvías, algunos lucían modelos adornados o incluso perforados para poder fumar. Sin embargo, tras ese aparente cumplimiento, crecía una ola de resistencia soterrada. Algunos ciudadanos se negaban a cubrirse la cara, considerándolo inútil o humillante. Las tensiones comenzaron a escalar.
Un altercado en pleno centro de la ciudad simbolizó el grado de confrontación. Un trabajador se negó a colocarse la mascarilla en la vía pública. Un inspector intentó forzarlo a cumplir la norma. El enfrentamiento terminó con disparos, heridos y un juicio que llenó titulares. Aquel episodio encendió aún más los ánimos.
La creación de una liga contra las mascarillas
El nuevo año trajo consigo un rebrote de la epidemia. El número de contagios volvió a dispararse y las autoridades reinstauraron la obligatoriedad del uso de mascarillas. Fue entonces cuando surgió un movimiento de oposición organizado: la Anti-Mask League (o Liga Antimascarillas, en su traducción al español). Lo que empezó como una protesta ciudadana espontánea, tomó forma con reuniones públicas, manifiestos y exigencias políticas.
El grupo, encabezado por una abogada con inclinaciones reformistas, reclamaba no solo el fin de la ordenanza sanitaria, sino también la destitución del alcalde y del responsable de salud pública. Lo curioso era que muchos de los miembros no negaban la existencia de la gripe, pero rechazaban que el gobierno interviniera en decisiones personales. Defendían el derecho a elegir cómo protegerse, aunque eso implicara mayor riesgo para la comunidad.
Los periódicos comenzaron a cubrir las asambleas de la liga con gran atención. En uno de sus encuentros más multitudinarios, los asistentes se congregaron sin mascarilla en un pabellón cerrado, desafiando abiertamente las restricciones. Aplaudían, coreaban lemas y comparaban su causa con otras luchas por derechos civiles. La policía, superada por la magnitud del evento, optó por no intervenir.
El uso obligatorio de mascarillas también reveló una fractura social menos visible. En los barrios adinerados, las mascarillas se convirtieron en un accesorio de distinción: algunas mujeres las adornaban con encajes o perlas, y los hombres las combinaban con sombreros de ala ancha. En cambio, entre los trabajadores manuales, la medida era vista como un estorbo en sus labores diarias. Barberos, camareros, limpiadores y vendedores ambulantes se quejaban de que las mascarillas dificultaban su trabajo o ahuyentaban a los clientes.
En ciudades como Pasadena, la tensión se tradujo en detenciones masivas de personas por llevar mal la mascarilla, o por no cubrirse completamente. Hubo incluso arrestos de figuras influyentes, como banqueros y empresarios, pillados con mascarillas mal colocadas en actos públicos. En algunos barrios se organizaron recolectas para pagar las multas de los infractores, mientras que en otros, las mascarillas fueron quemadas en protestas improvisadas.
La resistencia también adoptó formas creativas. Algunos ciudadanos colocaban mascarillas en las narices de sus perros o las usaban como adorno en los espejos retrovisores de sus vehículos. El mensaje era claro: desdén hacia la norma.
Las mujeres, la voz (y el silencio) detrás de las mascarillas
Un aspecto menos explorado de aquella pandemia fue el papel de las mujeres. Mientras muchas trabajaban como enfermeras, voluntarias o cuidadoras, otras utilizaban el rechazo a las mascarillas como una forma de reivindicación.
En Illinois, durante una reunión de sufragistas, las asistentes decidieron no llevar mascarilla a pesar del riesgo, argumentando que su visibilidad pública era esencial en un momento decisivo para los derechos políticos de la mujer.
La decisión fue simbólica. En plena lucha por el voto femenino, cubrirse el rostro implicaba renunciar a una identidad visual ya ganada con esfuerzo. Muchas líderes del movimiento consideraron que el anonimato que imponía la mascarilla era contrario a sus objetivos, y prefirieron mantener la distancia social sin cubrirse la cara, aunque eso significara enfrentarse a críticas.
El final de la orden y un alivio efímero
El 21 de noviembre de 1918, tras un mes de mascarillas obligatorias, San Francisco levantó la orden. Las escenas que siguieron fueron de euforia. Campanas repicando, mascarillas arrojadas a las calles, brindis en bares y abrazos sin restricciones. Durante unas semanas, la ciudad creyó haber superado la crisis. Pero la alegría duró poco. A finales de diciembre, la curva volvió a subir y las autoridades se vieron forzadas a restaurar las medidas.
Esta vez, la reacción fue aún más virulenta. La sociedad estaba agotada, el clima político se había vuelto más polarizado, y el cumplimiento de las normas decayó rápidamente. Las mascarillas, que meses atrás se aceptaban como mal necesario, se convirtieron ahora en símbolo de fracaso, desconfianza y manipulación.
Lo que no se aprendió: un legado incómodo
Al final, la gripe de 1918 dejó cerca de 675.000 muertos solo en Estados Unidos. La mascarilla, pese a su uso desigual y las resistencias sociales, sí ayudó a reducir la transmisión en momentos críticos. Sin embargo, el legado cultural de aquella medida fue más ambiguo. En lugar de generar un consenso sobre su utilidad, terminó asociada con imposición, control y división.
Hoy, más de un siglo después, resulta imposible no ver ecos de aquella historia en las recientes pandemias. La polarización, las teorías de conspiración, el rechazo a las autoridades sanitarias, la confusión entre protección y libertad… Todo parece repetirse como si la historia, en lugar de enseñarnos, se limitara a disfrazarse con nuevos trajes para los mismos dilemas.
Y así, aquella mascarilla de gasa, improvisada y rudimentaria, no solo sirvió para contener un virus, sino para revelar las costuras más frágiles de una sociedad enfrentada a sí misma.