Durante más de 800 años, el 15 de junio de 1215 ha sido venerado como una de las fechas clave de la historia inglesa. Ese día, junto al río Támesis en Runnymede, el rey Juan sin Tierra aceptó un documento que, según la tradición, sentó las bases de la democracia moderna. Sin embargo, lo que pocos saben —y que los historiadores más rigurosos llevan tiempo advirtiendo— es que probablemente en Inglaterra están celebrando la fecha equivocada.
Según el historiador David Carpenter, uno de los principales expertos en la materia y autor de la edición crítica de la Carta Magna para la colección oficial de documentos históricos del Reino Unido, la auténtica “gran carta” que pasó a la posteridad no es la de 1215. Es otra, mucho menos conocida: la del 11 de febrero de 1225, emitida por el joven rey Enrique III. Y no solo eso: aquella fue la única versión que se mantuvo en vigor, y la única que sigue reconocida hoy por la ley británica.
El documento que casi desaparece
La versión original de la carta fue una respuesta desesperada a una crisis de poder. El rey Juan había perdido la confianza de los barones tras años de derrotas militares, abusos fiscales y autoritarismo. El texto, sellado bajo presión, prometía limitar los poderes del monarca y establecer ciertos derechos legales. Fue, en esencia, un pacto de paz entre el trono y la nobleza rebelde.
Sin embargo, aquella primera Carta Magna tuvo una vida efímera. El propio rey la rechazó al poco tiempo, logró que el Papa la anulara y desató una guerra civil. El país entró en una fase de caos y los barones, sin más opciones, ofrecieron la corona inglesa al heredero del trono francés.
Todo cambió en 1216, cuando el rey Juan murió repentinamente y dejó el trono a su hijo de 9 años, Enrique III. Los regentes del niño necesitaban desesperadamente restaurar la estabilidad, y recurrieron a una jugada maestra: reemitir una versión más moderada de la carta, ya sin su cláusula más radical —la que permitía a los barones levantar armas contra el monarca si rompía su palabra.
Un nombre nuevo para un documento nuevo
Fue entonces, en 1217, cuando el documento comenzó a adquirir su nombre actual. Como se publicaron dos textos diferentes ese año —la Carta del Bosque y la del Rey—, los escribanos reales necesitaban distinguirlas. A la más amplia, la que regulaba la autoridad del monarca, la llamaron Magna Carta, Carta Magna o “Gran Carta”.
Pero no fue hasta 1225 cuando todo cristalizó. Enrique III, ya en su adolescencia, volvió a emitir la carta, esta vez no como una concesión impuesta, sino como un gesto voluntario. El joven monarca acordó con sus súbditos que, a cambio de un nuevo impuesto, les otorgaba de forma libre y legítima la carta revisada.
Esta versión eliminó toda duda legal: ya no era una imposición, sino un pacto entre rey y reino. Además, fue la única que los monarcas posteriores reconocieron como válida. Incluso en el siglo XVII, cuando juristas como Edward Coke la usaron como arma legal contra el absolutismo de los Estuardo, la carta que citaban no era la de 1215. Era la de 1225.
Por qué seguimos obsesionados con 1215
A pesar de todo, el 15 de junio de 1215 siguió ganando protagonismo. La razón está en un giro intelectual del siglo XVIII. Fue el influyente jurista William Blackstone quien imprimió por primera vez todas las versiones del documento juntas. Pero al presentar la edición, cometió un acto de simplificación (o reinterpretación) histórica: puso en primer lugar la versión de 1215 y la llamó “la Carta Magna”.
Desde entonces, esa visión se consolidó tanto en los libros de texto como en la cultura popular. Runnymede se convirtió en lugar de peregrinación, y el año 1215 quedó grabado como símbolo fundacional del Estado de derecho.
El problema no es que la versión de 1215 carezca de importancia, sino que no fue la que dejó huella en el derecho posterior. Era, en muchos sentidos, un borrador. El documento que realmente funcionó, sobrevivió y moldeó la historia política británica es el de 1225.
Una carta más modesta de lo que creemos
Otra idea que conviene matizar es la función real de la carta. No fue una declaración de derechos universales, ni un manifiesto democrático. La mayoría de sus cláusulas respondían a problemas prácticos de los barones feudales: disputas sobre herencias, impuestos, derechos de pesca o jurisdicción. De hecho, muchas de las disposiciones eran profundamente conservadoras.
Sin embargo, entre sus artículos emergió una idea poderosa: que el rey también está sujeto a la ley. Y esa simple noción, revolucionaria para su tiempo, fue la que logró sobrevivir.
Es precisamente por esa razón que la versión de 1225 —consensuada, pacífica, funcional— fue la que pudo perdurar. Porque no se trataba ya de un pulso entre un rey débil y una nobleza violenta, sino de un acuerdo político en el que ambas partes reconocían sus límites.
En el fondo, quizá ese sea el verdadero legado de la Gran Carta de las Libertades: no el conflicto, sino el compromiso. No la épica fundacional, sino la paciente construcción de acuerdos duraderos.